En tanto que historiador y académico que se ha especializado en los conflictos armados y los procesos de paz en América Latina considero un deber inaplazable tomarme algunos minutos para reflexionar sobre lo que acontece en las últimas horas en el país ante la lamentable declaración de Iván Márquez de retomar la vía de las armas y de la violencia.
Colombia ha sido un país con innumerables violencias y con cada una de ellas innumerables paces. No se recuerdan la mayoría de ellas, pero el mismo profesor Mario Aguilera nos señala como en nuestro país se han decretado más de 60 indultos y cerca de 25 Amnistías. Así que el conflicto, la guerra y la paz han marcado nuestra historia. Dentro de esos desarrollos observamos como el país se acostumbró a procesos de paz mediocres en los cuales el único objetivo era la entrega de las armas y la desmovilización de los militantes. Es por ello que fue tan dura de avalar la píldora a partir de los años 80 cuando las negociaciones con diversos grupos guerrilleros se hicieron más complejas y fracasadas. Las elites de la época y algunos sectores militares demandaban una entrega incondicional de armas sin mediar nada más. Evadiendo muchos interrogantes del porque tantos hombres y mujeres habían decidido tomar la vía de la lucha armada. Es así como los presidentes Betancur, Barco y Gaviria tuvieron que tomar la vía de la negociación y escuchar a los insurgentes en sus demandas. Entre dificultades, traiciones y dolor, Colombia ingreso a la década de los noventa viendo como más de tres mil hombres y mujeres de diferentes grupos guerrilleros abandonaban las armas para abrazar el complejo y nada fácil camino de la paz en un país que pocas garantías les ofrecía. Aun así, en el famoso salto al vacío evocado por Antonio Navarro, no hubo vuelta atrás. En medio de un sistema político amañado, cerrado a las nuevas alternativas y con miles de trampas a nuevos proyectos, esos miles de hombres y mujeres avanzaron sin dudar un solo instante en que la paz era la única salida.
Tardaríamos dos décadas más de sangre y violencia para volver a tener una luz de esperanza. Con el inicio de las negociaciones de 2012 entre el gobierno Santos y las FARC, una población escéptica miraba de forma prudente el nuevo proceso que se abría. Ante tantos fracasos y burlas como las de la silla vacía, creer que las FARC abandonarían la lucha armada era algo poco más que una utopía. Sin embargo, se logró llegar a 2016 con el cierre de un proceso nada fácil ni sencillo. Salió de ese proceso un acuerdo que puede ser criticable pero que logró torcerle el cuello a la violencia y volver a abrir una luz de esperanza. Sin duda no fue un acuerdo perfecto, tal vez porque esos no existen. Pero era un acuerdo y lograba sacar del camino de la guerra a miles de hombres y mujeres. Ese proceso de paz fue todo un esfuerzo del país y de la sociedad, de los miles de jóvenes que acamparon en la plaza de Bolívar pidiendo que no se hundiera. De una nueva generación que soñaba un futuro mejor. Fue el esfuerzo de un equipo negociador, de sus asesores y de los múltiples representantes de la sociedad civil que seguían de cerca todo este proceso. Con dificultades, con desafíos y con miles de enemigos de la paz, el proceso llego finalmente a buen término. Era mejor eso que nada.
Como he sostenido en diversos espacios tanto orales como escritos, considero claramente que la paz resulta más cara y difícil de sostener que la guerra. Y este argumento proviene de las múltiples experiencias internacionales de paz. Lo cierto era que el proceso de paz requería de un esfuerzo aún más grande luego de la firma de los acuerdos. Lo más peligroso era bajar los brazos, confiarse. Es por ello que resultaba fundamental que a la Casa de Nariño llegase una administración que respaldara y se comprometiera con el proceso. Como sabemos eso no sucedió. Lo que pudimos ir apreciando fue el incumplimiento de los acuerdos en algunos de sus puntos más sensibles. Se dejaron a su suerte cientos de ex combatientes que con las uñas han tenido que apostarle al proceso y creer en la reinserción. Que han tenido que vivir sobre sus hombros con el estigma de ex guerrilleros, así no más sin nombre ni apellido, sin identidad. La crisis económica que nos azota no podía llegar en peor momento pues es cuando más se requieren recursos para la paz. Pero el problema no es solo los recursos sino la voluntad política. De esta no hemos visto mucho. Pero no todo es malo en el proceso. Como ha señalado Álvaro Villarraga en su columna de la Silla Llena, existen muchas cosas positivas del proceso de paz para resaltar.
Ahora bien, lo paradójico que se ha venido dando en el país es que luego de 2016, después de la desmovilización de las FARC se incrementaron de forma angustiante los cultivos de coca en el país. De igual forma empezaron a proliferar cerca de dos decenas de diversos grupos armados conectados al negocio del narcotráfico o la minería ilegal. Esto señalaba algo importante: a pesar de la larga cadena de violencia del país, el problema central de nuestro conflicto no eran en realidad las FARC. Eso fue lo que nos vendieron ciertos sectores del país y de forma enconada y con una alta carga de odio. Con la salida de las FARC del escenario del conflicto los problemas en vez de desaparecer se aumentaron. Entonces nos habían engañado. A la luz salía como el problema era más de fondo. Como entender que el tráfico de cocaína y la minería ilegal alimentan a un conflicto armado en un país con falta de oportunidades para el campesinado y las capas más jóvenes de la sociedad. En realidad, lo que el país requería era medidas de fondo y no simplemente respuestas paliativas para el momento. Las suficientes para ganarse un nobel.
El anuncio de Iván Márquez por los diversos medios no dejo de ser un baldado de agua fría. Sin embargo, no nos llamemos a engaños. Los síntomas de lo que se venían dando nos hablaban de un escenario como el que finalmente se dio. La emergencia de disidencias armadas, la clandestinidad de Márquez y la fuga de Santrich eran puntadas que nos mostraban la situación que se venía. Si bien la noticia era amarga, no era de sorprendernos ver a un Márquez recargado y a un Santrich que de la silla de ruedas y una debilidad fingida saltaba al ruedo fusil en mano al mejor estilo de Rambo. Lo que ha sucedido es una traición a los acuerdos por parte de dos miembros que hicieron parte de la comisión negociadora y que fueron parte firmante de los acuerdos. Dos miembros que en la última conferencia de las FARC aprobaron el abandono de la lucha armada, dos hombres que por cuenta de los acuerdos tenían derecho a una curul en el congreso de la república. Estos hechos nos recuerdan el triste destino de Sierra Leona a comienzos del siglo XXI cuando bajo el mando de un Foday Sankoh, líder máximo del Frente Revolucionario Unido, se pisoteaba los acuerdos de Lomé firmados en 1999 y retomaba el camino de las armas. Lo de Márquez y compañía es una burla al país y a sus antiguos camaradas de lucha que tendrán cargar con el lastre de ser señalados como traidores desde alguna esquina de la vida civil. La traición a los acuerdos es la tormenta perfecta que necesita el uribismo y los amigos de la guerra no solo para desviar la atención sino para reforzar los discursos del odio y la venganza y así eternizar en el trono a los amigos de la salida violenta y militarista.
Lo que se viene a futuro es incierto. Las cábalas no hacen parte de la ciencia política ni mucho menos de la historia. Lo cierto es que las alianzas con el ELN no son tan sencillas como se podría pensar. Los egos de Márquez y Santrich chocan claramente con los liderazgos de Gabino y García. Son trayectorias diferentes y visiones de la guerra opuestas. Ninguno estará dispuesto a ponerse a las órdenes del otro, a ser el segundo o el tercero. La forma en que funcionaron las FARC nunca será igual a las lógicas organizacionales del ELN. De allí no saldrá nada bueno y si resulta no considero que se sostenga en el tiempo como proyecto político o militar. Si a partir de la década de los noventa las FARC desdibujaron progresivamente su línea política, lo que podamos apreciar en adelante no puede ser más que un grupo armado criminal sustentado en las estructuras de las economías ilegales. No hay ideología política que pueda cobijar esta traición. Será un grupo altamente impopular y con rechazo profundo de parte de la sociedad. Será entonces menester de la sociedad civil cerrar filas ante esta nueva amenaza y unirnos como nación para luchar contra estos flagelos bajo los valores de la democracia y del respeto a la dignidad humana. Bien lo decía Jaime Bateman, que no consideraba posible que un guerrillero muriera de viejo en el monte. Eso no era el objetivo de un guerrillero. Sería el caso para Jacobo Arenas y Manuel Marulanda. Tal vez lo será para sus seguidores Márquez y Santrich. Morirán de viejos en el monte (si es que no mueren en combate) y morirán con miedo. El miedo que le tuvieron a la paz. El miedo a no tener un fusil en las manos que los proteja. La guerra se volvió su vida y no conciben una vida sin ella. Rechazaron la oferta de la paz y considero que no tiene otra opción que someterse a todo el peso de la ley.
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