A 30 AÑOS DE SANTO DOMINGO
En un evento de conmemoración del bicentenario de la Batalla de Boyacá, de los tantos que hubo el año pasado, citaba el profesor Jorge Orlando Melo que éramos amantes de las fechas cerradas y con especial tendencia los múltiplos del 10 o del 100. Las efemérides hacen parte no solo de la historia sino también de la memoria y vale la pena siempre tener presentes hechos que han hecho parte de nuestra historia. Si bien se debe conmemorar lo triste para no olvidar, se debe hacer lo propio en cuanto a lo alegre para aprender. Ese es el propósito de mi escrito en este inicio de semana.
Hace 30 años en el poblado de Santo Domingo, Cauca, la guerrilla conocida como Movimiento 19 de Abril, M-19 abandonaba la lucha armada. Como lo enunciarían los propios Carlos Pizarro y Antonio Navarro posteriormente, se trataba de un verdadero salto al vacío. Desde la vergonzosa administración del presidente Julio Cesar Turbay entre 1978 y 1982, la idea de la paz comenzó a hacer carrera en el argot colombiano, pero no una paz cualquiera sino una paz negociada. Las elites políticas se habían acostumbrado al método fácil de las amnistías y los indultos. Esto es la fórmula de “tu entregas las armas y yo no te llevo a prisión”. Sin embargo, en la década de los años ochenta, dicha fórmula ya no era funcional pues ese tipo de dinámicas no hacían más que pasar por alto las razones por las cuales los colombianos habían empuñado las armas. Esta decisión partió de la idea de una democracia (o remedo de ella) estrecha con escasos márgenes de participación y fuertemente dominada por las elites económicas y políticas representadas en los partidos tradicionales. Se hacía entonces necesario la idea de atacar las razones estructurales del conflicto para llegar a una verdadera paz. ¡No hay paz con hambre! era la consigna por aquel tiempo, y parece mantenerse vigente hoy. Era necesario entender que la paz no era solo el silencio de los fusiles sino también las posibilidades para el grueso de la población de tener acceso a la educación, a la salud, a la justicia, a la seguridad y al bienestar social entre otras necesidades básicas. Y ese fue en ultimas el planteamiento de Jaime Bateman fundador y líder histórica de la guerrilla.
Ante la trágica y rápida ausencia de Jaime Bateman en 1983, le seguirían en el sueño de la paz Iván Marino Ospina y Álvaro Fayad. Atravesando el turbulento y oscuro gobierno de Belisario Betancur (1982 – 1986) esta dupla se propuso seguir allanando el camino de la paz. Lo propio harían congéneres del EPL y de las FARC. ¡El Gran Dialogo Nacional! Demandaban Ospina y El Turco. Congregar a todos los colombianos en un gran dialogo para encontrar soluciones a los problemas centrales del país. Sin duda, una posición altruista, pero cargada de una cuota de inexperiencia. Eran los sueños del M, que como siempre fue una guerrilla entusiasta y soñadora. Una guerrilla llena de juventud y optimismo de ver un nuevo país. Pero no solo se impuso la inexperiencia, la política y la ingenuidad en aquellos años. Se impuso igualmente el peso de unas elites civiles, económicas y militares que no eran amigas de la paz. Increíble, pero en este país hay muchos amantes y defensores de la guerra. Su trágico aporte ha hecho que esta guerra y esta violencia se hayan postergado por tantos años. Así, el proceso fracasa, el Palacio de Justicia humea en sus ruinas y tanto Ospina como Fayad son asesinados.
Será entonces en las manos del ultimo comandante del M-19, Carlos Pizarro, que recaerá la misión de llevar la paz a buen puerto. Ya en manos del presidente Virgilio Barco, la idea de la paz resulta asunto espinoso. Los contundentes fracasos de Betancur generaron una suerte de trauma que Barco no estaba dispuesto a padecer. Los militantes de la UP caían por decenas a lo largo y ancho del país, el dialogo y la tregua con las FARC marcaban el fin de una era, el poder mafioso del narcotráfico ponía de rodillas al Estado y la fuerza del paramilitarismo azotaba con veneno a la población civil colombiana. En medio de todo este marasmo, pensar en procesos de paz resultaba más que ilusorio. Y lo fue inclusive para el propio Rafael Pardo quien en un principio no le creyó al proceso, porque en Colombia había una idea que la paz se hacía con las FARC o no se hacía. Era una suerte de hermano mayor, una guerrilla hegemónica. Hacer la paz con las FARC es jalar a las demás a la paz. Por ello la displicencia hacia otras guerrillas para negociar. Es por ello que a través de la fuerza el M-19 tuvo que pedir la paz. Esto se desarrolló a través del secuestro de Álvaro Gómez Hurtado en mayo de 1988. El M se hizo oir y de allí se desprendió un proceso que se desarrollaría a lo largo de 1989. El 10 de enero de ese último año de esa década trágica, en los campos del Tolima, el incrédulo Pardo se reunía con el audaz Pizarro para comenzar un proceso de negociación que duraría 10 meses. Al cabo de ese intenso periodo de encuentros, de ires y de venires, la mano obscura del narcotráfico se impuso sobre los acuerdos y dejo sin piso legal y sin sustento las negociaciones de paz. Y es allí donde toma toda su forma el salto al vacío. Pizarro y su gente decidieron seguir adelante con el proceso. A pesar de tener toda la legitimidad de levantarse de la mesa y retomar la guerra, pues el Estado los había traicionado, ellos decidieron seguir adelante. El mismo Pizarro sabía que seguir en la guerra solo se podría a través del narcotráfico y que eso desdibujaba toda la propuesta de la lucha guerrillera. Vaticinaba el trágico destino de los años 90 en Colombia. Y es así como el 9 de marzo los fusiles de los más de 800 militantes del M-19 se callaron para siempre.
Diez meses de negociación con un final traumático como consecuencia de la mano negra del narcotráfico. 18 páginas de acuerdo. Esto resulta poco frente a 4 años en La Habana y 300 páginas de acuerdo. No se trata entonces de dimensiones sino de carga simbólica. Lo hecho por Pizarro y el M-19 hace 30 años resulta un acto de mucha significación para la historia del país. Lo peor es que no se le ha dado la justa dimensión a este hecho tan importante. En las montañas de Santo Domingo se abrió un proceso de cambio fundamental. Una bocanada de aire para una Colombia asfixiada. Después del M-19 otras guerrillas seguirían su camino y más de 3 mil hombres y mujeres abandonarían la guerra en los meses que siguieron. Se redactó una nueva constitución y se le dio una nueva esperanza al país. Lo sucedido en Santo Domingo el 9 de marzo de 1990, en un terreno escarpado, con mesas improvisadas y con total incertidumbre no fue más que un hecho de valentía de aquellos hombres y mujeres que hoy se han reconciliado con la sociedad y han dado un ejemplo tenaz de querer trabajar por el país desde la paz y sin armas en la mano. Finalmente, durante sus años de lucha las armas fueron el medio y no el fin para construir una nueva Colombia. Hoy en tanto que historiador solo quiero reivindicar, conmemorar y señalar la importancia de este hecho crucial para la historia contemporánea de nuestro país.
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